Como habíamos decidido la noche anterior en nuestro Riad en Fez, tras conocer la hora en que se servía el desayuno, a eso de las ocho y media de la mañana, saltábamos de nuestras camas…

La ilusión era mucha aunque la energía no acompañaba en gran medida ya que, el día anterior no solo había sido agotador sino también complicado y estresante. Los motivos eran varios pero, el principal, tenía que ver con las características de la ciudad en que nos encontrábamos, o mejor de su medina…

La medina (el barrio antiguo) de Fez, un entrevesado laberinto con construcciones más propias de una época miles de años más antigua y de una cultura muy diferente a la nuestra. La mayoría de ediicios disponian de muchos elementos decorativos en sus fachadas, tan elaborados, que seguramente hubieran sido hechos a mano y con mucha dedicación. El tipo de casas y palacios que nos rodeaba nos hacían comprender su cultura árabe y la disposición de calles, túneles e infinidad de muros a nuestro alrededor, te hacían sentir como un ratón encerrado en una ratonera, de la que no tenías la mínima idea de por donde salir…

Con todo esto, la aplicación de gps que utilizamos tampoco funcionaba y llegar a nuestro hotel desde la puerta de la medina, caminando los escasos 200 metros que la separaban del lugar, se convirtió en un imposible que solo pudo hacerse posible gracias a la amabilidad de la infinidad de habitantes del lugar qué, a sabiendas de la complicada ciudad en que vivían, se ofrecían constantemente para rescatar a los turistas…

Para complicarlo aún más, en nuestro hotel (que más tarde descubrimos era un Riad o palacio árabe), escondido a más no poder en el laberinto de la medina, no había habitaciones disponibles (aunque teníamos reserva), con lo que amablemente nos decidieron trasladar a otro Riad, aún más innacesible si cabe…

El día enterior habíamos aterrizado a las cuatro de la tarde a Fez, pero no reposamos las maletas y nuestros cuerpos hasta más de las ocho en que finalmente llegamos al último Riad. Y así, cansados, aturdidos y bastante alterados por el entramado de laberintos del lugar en que nos encontrábamos, decidimos no cenar no fuese que acabásemos perdíesemos…

De este modo y habiéndonos hecho con los billetes a nuestro Chefchaouen, decidimos descansar para despertar pronto a la mañana siguiente y llegar a tiempo y en condiciones a nuestro siguiente destino.

A las ocho y media de la mañana, con muchísima ilusión pero todavía más hambre, saltamos de la cama para ir en busca de nuestro primer desayuno marroquí y, poco más tarde, acercarnos a la estación dirección a ese bonito pueblo de postal y de color azul.

Tras asearnos ligeramente, bajamos al patio de nuestro Riad para descubrir en que consisitía un desayuno típico…

Pocos minutos más tarde, tras acomodarnos en los amplios sofás de aquel palacio, una muy amable señora nos trajo una gran bandeja en la que había de todo. Diferentes tipos de pan del lugar, bizcochos o crépes, mermeladas, dulces, miel, cafés y tés; todos estos manjares nos ayudaron a darnos un pequeño atracón y recuperar esas energías que, seguramente tanto, íbamos a necesitar. Tras esto y una buena ducha, cogimos las mochilas y nos encaminamos a nuestra primera misión: poder salir de aquel laberinto llamado medina con tiempo para llegar a la estación y coger nuestro autobús.

Por seguridad habíamos sido precavidos pero, tras tomar el camino que pensábamos sería el más apropiado, dimos de bruces con el gerente de nuestra Riad que, tras preguntarnos hacia donde nos dirigíamos, nos explicó había un modo mucho más sencillo y rápido de realizar nuestro cometido.

De este modo, pocos minutos más tarde salíamos de la preciosa medina de color amarillo (pronto volveríamos a disfrutarla mejor, con más tiempo y energías) para adentrarnos en un taxi en la otra Fez llamada “nueva Fez” (sin ningún atractivo a primera vista) y llegar a la estación de autobuses.

Tras hacer tiempo e ir en busca de algunas provisiones para las cuatro horas que duraba nuestro recorrido, a las once, media hora antes de la salida del autobús, procedimos a dejar las maletas para el embarque. Una de las cosas que más llamó nuestra atención ese día fue que para el embarque de las maletas se debe realizar una especie de facturación en la que, tras pagar 5 dirhams, unos 40 céntimos de euro, los trabajadores de la estación las acomodan en el autobús.

Pronto observamos los primeros cambios en el paisaje marroquí, uno de los terrenos en que más contrastes he descubierto a lo largo de mi vida.

El panorama a lo largo de la carretera va cambiando cada pocos kilómetros, pasando del color tierra rojiza propia del desierto a un verde más frío y húmedo que pensábamos sería complicado encontrar en este país.

Altas montañas y enormes árboles, también dan paso a las palmeras que rodeaban la ciudad de Fez. Nos acercamos a la zona montañosa de la cordillera del Atlas y nuestro entorno nos lo hacía notar…

Si hay que poner pegas a este país una podría ser que existen autobuses en los que, o no quieren, o directamente no tienen y no pueden, poner calefacción. Pronto nos dimos cuenta de ello y tuvimos que ponernos las chaquetas encima para superar el frío ascendente.

Poco antes de llegar a la ciudad azul, tras más de dos horas de camino, hicimos la primera y única parada aprovechando para tomar un café bien caliente y pasar por el baño. Pronto, varias cosas llamarían mucho nuestra atención y es que, tanto los servicios del lugar como el restaurante en sí, incluyendo la música junto a su alto volumen y el modo de hacer de sus gentes, nos traslada a otra realidad, a otro tiempo, volvíamos a la India, Birmania, Camboya.

Y es que, este lugar bien podía ser un bar de carretera de cualquiera de estos países, y eso trajo a nuestro presente una sensación de aventura que nos encantaba, aunque también nos indica y recuerda (tras lo conocido el día anterior) que seguramente en Marruecos no todo sean facilidades…

Poco más tarde, desde nuestros asientos, divisamos enormes montañas con nieve en sus cumbres. Jamás pensé encontrar nieve en África pero, como muchas veces por fortuna pasa en la vida, tocaba sorprenderse una vez más, reconociendo que, tal vez el no llevar conmigo mucha ropa de abrigo no lo haría tán fácil ni cómodo como había esperado.

Desde las ventanas pronto divisaríamos un precioso y pintoresco pueblo azul a las faldas de la montaña, descubrimiento que causaría un ligero alboroto en el resto de turistas que nos acompañaban, seguido de muchas instantáneas desde los teléfonos móviles.

Sobre las tres y media de la tarde llegábamos a la estación de Chefchaouen, pusimos el gps en marcha descubriendo que a tan solo un kilómetro se encontraba nuestro hotel tras lo que, cargando las mochilas a nuestras espaldas, comenzamos la marcha hacia el pueblo azul.

Si te ha gustado el post, tal vez pueda interesarte conocer de primera mano los infinitos misterios que se esconden en este enigmático país aquí Marruecos: Un oasis de contrastes.