No sé de que manera empezar a escribir cuando hace exactamente 6 días que llegamos a Ngwe Saung Beach y nos enamoramos perdidamente de esta parte de la costa de Birmania.

Nos había hablado de ella Berni (el hermano de Sergio que había estado en otra ocasión aquí) y debo decir que le doy las gracias por hacernos descubrir un lugar tan maravilloso como este.

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La llegada al ansiado destino fue una odisea, tuvimos que llegar en autocar desde Sukhothai recorriendo más de 200km para llegar a Mae Sot. Una vez allí cruzamos la frontera Tailandia-Birmania (suena a solo dar un paso, pero nada de eso… es ir en moto con un local durante más de 20 km con la mochila en la espalda, sellar pasaportes y caminar por un puente durante 10 minutos para llegar al otro lado).Después de todo eso, se sumó tenernos que subir a un camión-frigorífico para llegar a un bus en el que pasaríamos más de 10 horas hasta dejarnos en Yangón. Una vez allí, esperaríamos una hora más para coger el que sería nuestro último transporte hasta el paraíso, que nos llevaría unas 7 horas más.

Después de toda la odisea definida en el párrafo anterior ( Que he intentado “resumirlo”) llegamos a la estación donde nos esperaban locales entusiasmados por ofrecernos hoteles y transportes para toda nuestra estancia allí.

Sergio (mi gitano Vasco) empezó a regatear y a negociar el mejor precio (yo estaba tan dormida y cansada que lo único que sabía decir cuando se acercaba alguien era “nnonononono”), de mientras los locales me miraban como un bicho raro. Creo que llegué a asustarlos, entre mis pelos de recién levantada y mi cara más pálida que la de una geisha, era la protagonista de “pesadilla antes de navidad”.

Mi gitano moreno consiguió a un precio razonable (Birmania es muy caro, os aviso porque no tiene nada que ver con Tailandia o la india, aquí dormir te sale como en Europa o parecido, nada que ver con otros lugares de Asia) una cabaña de madera a pie de playa para los dos solos por 28$ el día.

Nuestra casa

Nuestra casa

El chico que nos consiguió el hotel, nos acompañó en la moto hasta la recepción que estaba a unos 5 minutos desde la estación. Una vez llegamos del tirón después de ver la cabaña, decidimos quedarnos 5 noches (al final fueron 6, difícil separarse de este paraíso) y así descansar y relajarnos, ya que por fin nos habíamos curado de la barriga y estábamos en perfectas condiciones de nuevo.

Yo por mi parte, mi prioridad era poner algo de color a mi palidez, pues parecía más bien la novia cadáver al lado del morenazo del Vasco que tenía a mi lado (tocaba dar la talla, ponerse a la altura y darle un toque de color de una isleña, que es lo que soy pero no lo que parezco….).

Por suerte he conseguido estar algo más morena de lo normal y así parecer una persona viviente y no alguien recién salido de la tumba y volviendo a la vida….

Pillando algo de moreno

Pillando algo de moreno

El primer día lo dedicamos a descansar, necesitábamos como agua tumbarnos en la arena, no movernos, tomar mucho el sol y dormir. Había sido bastante duro días atrás vivir con ese virus del viajero en nuestras barrigas, estar demasiados días sin comer y deshidratados, ya nos tocaba volver a la normalidad y mimarnos un poco.

El segundo ya decidimos alquilar una bici, visitar el poblado que se encontraba a unos pocos km y hacer algo de deporte acompañado de algo de descanso en la arena.

Paseos en Bici por la playa

Paseos en Bici por la playa

En el poblado no había mucha cosa, unos cuantos puestos de ropa y comida, algunos restaurantes y poco más. Decidimos investigar más bien la playa, así que con las bicis en vez de recorrer la carretera, decidimos recorrer la arena y así ir de punta a punta de la playa (muy larga y enorme, algo tipo strenc pero a lo grande).

En la playa se acercaban locales con bandejas en la cabeza llenas de gambas, pescado, cangrejos y todo tipo de bichos de mar a la brasa, te lo vendían así en tu misma toalla. A cambio de unos céntimos de € tenías tres cangrejos para degustar o por un € unas 4 gambas. Así daba gusto alimentarse, sabías que lo que comías por apenas 1€ era fresco y recién pescado a unos pocos metros de la orilla donde te encontrabas. Se podían apreciar las barcas de los pescadores con sus redes y como llenaban cubos de peces vivos en ellos para ir a venderlos a los restaurantes o a los mismos turistas.

Vendedoras de marisco

Marisco bueno bonito y barato

Le cogimos cariño también a un restaurante próximo a nuestro hotel donde trabajaba una familia entera, los enanos (una nena de unos 11 años y su hermano pequeño de 4 te servían la comida) eran muy graciosos y muy serviciales. Siempre te recibían con una sonrisa, te daban las gracias por todo y eran súper atentos.

Durante todos los días que hemos estado aquí, salvo el desayuno casi todas las comidas las hemos hecho allí, y debo decir que en parte es por el trato que hemos recibido y el cariño que enseguida le coges a la gente de aquí. La cocina no queda indiferente, pues la matriarca de la familia cocinaba los mejores fried noodles que he probado en mi vida (Sergio puede confirmarlo…).

Los birmanos me resultan bastante familiares, son muy parecidos a los indios, se desviven por ayudarte, te regalan sonrisas sin pedir nada a cambio y siempre te encuentran una solución a todo.

Ayer que fue nuestra última noche aquí (o eso pensábamos antes de decidir añadir una noche más), cuando cenábamos le dije a la enana que siempre nos servía en el restaurante que al día siguiente sería nuestro último día, que pasaríamos a despedirnos de ella. A la noche siguiente, nos prepararon nuestros últimos noodles y la pequeña me puso una pulsera (que puedo suponer que hizo ella misma) en la muñeca y me dijo que era un regalo, algo que no pude evitar emocionarme (no lloré, pero casi casi, con lo llorona y sensiblona que soy poco me faltó…).

Con la enana del bar

Con la enana del bar

Fue una pena despedirnos de ese lugar tan increíble, mágico y tranquilo, un sitio que nos había llenado de tanta paz que costaba mucho despedirse.

Un lugar donde las risas no faltaron y los picnics que tanto echábamos de menos volvieron a nosotros como si hubiera sido la primera vez cuando con una botella de vino en mano, dos copas y algo para picar nos dirigimos a nuestra primera playa a ver el atardecer hace ya más de medio año…. (El tiempo pasará rápido, pero lo que yo siempre digo es que la velocidad es sinónimo de felicidad 🙂 )

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A decir verdad tampoco han faltado los momentos más “peculiares” de nuestra estancia en la playa, pues una noche por ejemplo al volver e ir al baño, nos encontramos un sapo gigante. Sinceramente, yo había ido antes al baño, y con lo cegata que estoy ni me había dado cuenta de la presencia del inmenso bicho a mi lado… fue Sergio, que cuando entró tras de mí dio la voz de alarma.

Le dije que ni se le ocurriera hacerle nada al sapo, que volvía enseguida, que esperara a que yo llegara. Salí en busca de un palo grande y una piedra, el palo lo utilicé para hacer ruido para que el pedazo sapo saliera por donde había entrado, un agujero en la pared. Con la piedra, una vez el bicho salió por ese boquete de la pared, lo tapé y lo bloqueé para que no volviera a pasar.

Para nuestra sorpresa, a la noche siguiente ese bicho gigante volvió a entrar, esta vez nos dimos cuenta de que había aparecido de la nada, pues el agujero estaba cerrado. Alucinamos cuando miramos al techo, y vimos que faltaba un trozo (menudos saltos se gasta el sapo… ;P).

Así que la escena se repitió otra vez como la primera, vamos que tuvimos nochecita de nuevo, palo, piedra y en busca de la salida del bicho de nuestra cabaña.

Otra de las cosas que no faltaron en esta estancia en la playa, fue ir en busca de un buen vino. A nosotros nos encanta sentarnos con un par de copas a filosofear de la vida, charlar sobre libros, películas o modos de ver la vida, así que bajamos al poblado en busca del ansiado tinto de Myanmar para darle un toque más dulce a nuestras largas conversaciones.

En busca del vino en moto

En busca del vino en moto

Cuando llegamos a la única tienda de “alcohol” que había, el chico que nos atendió me dio el precio de la botella, 8€… casi me quedo sin respiración. El precio era mayor que en Europa (Myanmar es muy caro para algunas cosas), así que le señalé por curiosidad la botella de Ron de Mandalay que tenía en el escaparate, a lo que me respondió 2€…

Mis ojos se pusieron como platos, pues por 2€ le dije a Sergio que el vino a la vuelta o en algún lugar más económico (Soy más gitana que él… y ya es decir… 😛 ) así que le indiqué al dependiente que por favor, nos pusiera una.

Cuando cayó la noche decidimos empezar a tomar alguna copichuela, pues sobre las 22:30 empezaba la fiesta en la playa. Yo no notaba el sabor del ron, era demasiado dulce y la coca cola con la que lo mezclamos, hacía que eso solo supiera a azúcar.

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Sergio me avisó (Y quien avisa no es traidor… ) que porque no me subiera en el momento o no supiera a Ron, al final me pegaría. Pues por primera vez puedo decir que tuvo razón (Pocas veces le doy la razón… 😛 ), ya que al terminarnos la botella e ir a la playa, creo que duramos dos canciones y nos tuvimos que volver (No entraré en detalles). Al día siguiente parecíamos más muertos que vivos, la resaca había vuelto a nosotros después de tantísimo tiempo (¡maldito Ron!).

Así despedimos la playa, el mar y ese lugar tan increíble antes de empezar la marcha y el mochileo de verdad. Se terminaban las vacaciones gloriosas (Y bien merecidas, después de haber sufrido el virus viajero durante 10 días…), ahora empezaba de nuevo la aventura y Bagan nos esperaba…