Aterrizaba por fin en Hyderabad, con ilusión y emoción ya que había llegado a mi destino final y donde me reencontraría con mi Vasco.

Salí de las primeras del avión y corriendo me dirigí a las cintas correspondientes de donde saldría mi maleta. Estuve esperando más de media hora ya que de todos los equipajes que me pasaban por delante, ninguno era el mío.

Pregunté a un encargado de la zona si quedaban más maletas por salir del vuelo AI 544, pero me respondió que ya no había más. Así que me empezaba a concienciar que quizás mi aventura empezaría con una anécdota para contar, en la India y sin maleta.

Tramité el “Pir” para luego poder reclamar a la compañía en caso de que no la encontraran o se hubiera perdido definitivamente. A pesar de este tropiezo y mal comienzo, mi sonrisa no se borró en ningún momento, estaba empezando mi viaje y apunto de reencontrarme, así que nada ni nadie me quitaría esa felicidad que abundaba en mi.

Cuando salí por la puerta visualicé a todo el mundo intentando encontrar a un Vasco entre todos los hindús de la sala. Sabía que lo encontraría cambiado, pero no tanto como para no verlo.

Mi sorpresa fue cuando giré la cabeza y lo vi, estaba corriendo desde un punto de información hacia mí con cara de mucha preocupación. Parecía que estaba a punto de darle un jamacuco, y yo no entendía el porqué.

Resulta que mis sms de ” ya he aterrizado” y ” me han perdido la maleta, estoy esperando” no le llegaron y cuando me enseñó la hora, desde mi aterrizaje habían pasado más de dos horas. Ahora entendía su cara, su preocupación y agobio.

Después de tranquilizarnos y reencontrarnos, nos dirigimos a la salida de la terminal para subirnos en un bus en dirección al centro de hyderabad donde teníamos nuestro hotel.

Mi primer transporte público que cogía tenía hasta su propio aire acondicionado, es decir, tenía los cristales de delante rotos y agrietados. Ahora me estaba dando cuenta donde estaba, debía empezar a cambiar el chip, y sinceramente me encantaba todo lo que veía. Desde buses rotos y destartalados, carreteras sin carriles, coches adelantando por cunetas, pitidos constantes ( es la segunda lengua oficial en la India) y motos con hasta 5 personas encima. La India es locura y totalmente diferente a cualquier cosa que podía haber visto antes.

Una vez en el hotel, después de asearme un poco nos fuimos a cenar a un restaurante que Sergio había oído hablar muy bien entre los locales. Allí probaría la comida típica y empezaría acostumbrarme.

Primero nos sirvieron todo tipo de salsas (todas picantes) y luego añadimos arroz y paneer masala (queso hindú con salsa Masala picante).

Empezamos a cenar entre risas, recordando el mal momento que le había hecho pasar (sin querer) y los años de vida que en tres horas le pude quitar.

En un momento dado, uno de los camareros se acercó con tres vasos con salsas pastosas dentro. Una de color negro llamó mi atención, y para no quedar mal delante de aquel presente, con una cuchara me puse en el plato.

Pensé que mezclado con arroz estaría más bueno, así que me metí toda la mezcla directamente en la boca mientras Sergio me observaba. Yo sonreía emocionada todo el tiempo mientras probaba entusiasmada aquella nueva salsa, hasta que de repente mi cara empezó a cambiar. Aquello sabía a ciruela avinagrada acompañada de trozos de guindilla que hacían que mis labios, garganta y la lengua se empezaran a anestesiar poco a poco. Disimulando con una servilleta tiré todo eso que hacía que de repente partes de mi cara se durmieran.

Invité a Sergio a que lo probara (para reírnos un rato los dos), pero después de ver la transformación de mi cara, se negó entre carcajadas.

Yo por otro lado, intentaba calmarme bebiéndome el agua hasta de los floreros. Los ojos me lloraban y la lengua me ardía. Así que después de ese primer contacto directo con el nivel “pro” de picante, nos tomamos un Chai Masala y nos fuimos a dormir.