Tras sacar muchas fotos y despedirnos de Nauplia, partimos hacia Argos, donde teníamos el hotel Morfeas reservado para esa noche en el mismo centro histórico de la ciudad.
Elegimos este lugar porqué según internet era uno de los rincones con más historia de la zona, siendo la ciudad más antigua del Peloponeso y uno de sus mayores centros, un rincón con tanta historia como seres mitológicos, que seguramente tendría mucho por ofrecernos.
Una vez allí, aparcamos en las afueras y nos adentramos caminando por la zona peatonal del centro histórico donde se encontraba nuestro hotel. Allí decidimos darnos un merecido descanso y dejar la visita para un poco más tarde, cuando el sol se alejase un poco y el calor no fuera tan abrasador.
Descansamos disfrutando de una necesaria siesta, y terminamos espabilándonos con una buena ducha de agua fría. Ahora aseados y dispuestos a descubrir este nuevo lugar, nos dirigimos hacia el coche para poner rumbo al monasterio, que se encontraba de camino al castillo de Larissa, la antigua acrópolis de Argos.


El monasterio lo encontramos cerrado, así que lo único que pudimos hacer fue sacar alguna que otra foto a su exterior y seguir la marcha rumbo a la antigua acrópolis también llamada castillo y poder observar Argos desde sus alturas.
De nuevo la pesadilla al volante se personificaba, Sergio volvía a revivir la subida de la Acrópolis de Corinto pero esta vez en Argos, con una carretera todavía más empinada y estrecha ya que el castillo de Larissa se encuentra a 300 metros por encima de la ciudad nueva.


La carretera es muy estrecha y no hay guardarraíles a los lados, dando una sensación de inseguridad constante durante todo el recorrido.
Sergio pasó un mal trago, pero se le pasó todo cuando pudo respirar hondo una vez el coche estuvo detenido a las puertas del castillo, desde donde contempló las increíbles e imponentes vistas que aquel lugar ofrecía.


Se pueden apreciar las paredes exteriores y el armazón de un torreón, poco más queda en pie. Se puede recorrer fácilmente en un paseo de un cuarto de hora, y su punto fuerte, son sin duda, las vistas a la ciudad de Argos y el enorme valle que va a terminar al mar…


Así que nuestra visita fue breve pero intensa (sobre todo para el que conducía), en menos de una hora ya habíamos regresado al pueblo, donde volvimos a explorarlo, esta vez en busca del algún lugar para poder cenar y como no, seguir degustando su buena gastronomía.
Fue cuando estábamos paseando entre las callejuelas, que en una intersección captó mi atención un restaurante muy colorido que estaba vacío (era muy pronto). Sus colores en las mesas y lo que parecían ser los dueños (un matrimonio mayor), parecía ser el lugar perfecto donde sentarnos a disfrutar de una buena cena.


Como el hambre apretaba, una mirada bastó para que Sergio comprendiera que era el momento de comer algo. Así que optamos por empezar pidiendo dos cervezas frescas y tras algún que otro sorbo, nos lanzamos a elegir platos para degustar.
Los precios eran bastante económicos y como teníamos mucho hambre, nos dejamos llevar. Sergio no dejaba de advertirme que quizás nos habíamos pasado pidiendo, pero en esos momentos solo escuchaba mis tripas sonar, así que no pude resistirme a pedir sin parar.


Empecé con el entrante, un Tzatziki (una especie de crema de yogurt con pepino rallado) que viene acompañado con pan para untar (parecido al alioli de Mallorca).
Luego como primer plato una “salatajoriátiki” (ensalada griega), una combinación de tomate, cebolla, pepino y pimiento verde a trozos, con aceite de oliva y dos trozos gigantes de queso feta.
Por último y como elección de Sergio, un plato de pollo con salsa cremosa de diferentes quesos, increíblemente bueno.
Tuvimos que hacer un esfuerzo para poder terminar con todo lo que habíamos pedido, pero al final, pudimos. Cuando nos trajeron la cuenta, no podíamos dar crédito a que todo aquel número de platos tan solo costara 18€.
Para bajar la comida, decidimos dar una vuelta por los alrededores y así observar la vida nocturna del centro histórico.

Nos sorprendió la cantidad de gente que había en las terrazas de los bares que rodeaban la plaza, en pleno lunes. Niños correteando y jugando en la fuente central, ancianos tomando su vermut y jugando a las damas mientras fumaban y sonreían, haciendo ver que disfrutaban de aquel momento. También infinidad de jóvenes como nosotros estaban pasando un buen rato mientras bebían acompañados de música de fondo en algunos locales que parecían invitar a la fiesta.
Nosotros decidimos dejar la marcha para otro momento y dirigirnos mejor para el hotel ya que estábamos demasiado cansados y necesitábamos recuperar fuerzas para el día siguiente.
Por la mañana despertamos temprano, disfrutamos del desayuno buffette y partimos hacia un lugar que yo no esperaba ni estaba en nuestros planes. Sergio quiso regalarme la experiencia de montar en kart y nuestra primera parada fue disputarnos una carrera en la pista.


Nunca había montado en ninguno, y la experiencia me encantó, ¡Ya quiero repetir! . El dueño del kart nos dejó primero dar unas vueltas juntos en un kart biplaza, fue muy divertido y pudimos hacer alguna que otra foto. Como no, yo perdí el móvil en la primera vuelta intentando sacar un selfie mientras Sergio se disponía a girar el volante en una curva…. ¡Pasamos una mañana muy divertida corriendo y compitiendo en la pista!
Después de esa experiencia pusimos marcha hacia Epidauro, con la intención de poder ver su famoso anfiteatro, pero volvimos a quedarnos con las ganas, ya que la entrada tampoco bajaba de los doce euros.
Optamos por no entrar, y pensamos que lo mejor sería irnos hacia las playas del mar Egeo y así bañarnos en sus aguas. Terminamos parando en una playa llamada “Loutra helenis”, donde pudimos disfrutar de sus aguas cristalinas y de la soledad del lugar. Éramos los únicos en toda la playa, un lugar hermoso, tranquilo y, sobre todo, silencioso…


Allí estuvimos refrescándonos en el agua y tomando el sol durante unas horas, hasta que decidimos que ya era hora de poner rumbo a casa, donde seguiríamos disfrutando de la playa, pero esta vez cambiaríamos el mar Egeo por el golfo de corinto a pocos kilómetros de la preciosa, diminuta y también desconocida Thalero.